Recostado en su sillón, se jactaba de su inteligencia y de su don para descubrir pequeños, pero eso sí, molestos detalles que no le dejaban conciliar en paz su envenenada circunstancia de borracho.
Su júbilo por el gran hallazgo encontrado terminaba en el momento en que acechaba a su deleznable e inminente presa.
La veía y le subía el color por la piel, que lo ahogaba, y se convertía después en grandes gotas de sudor que desprendían un hedor que lo caracterizaba.
Las calientes palabras se arremolinaban atoradas en la garganta infectada. Estallaron, sin previo aviso, en roncos gruñidos que fueron lanzados, lacerantes, acuchillando a mi madre.
Una vez muerta, lo que quedó fue el amargo y ennegrecido poso de la discusión: el silencio, crudo, que gritaba con eco y resonaba por las paredes.
Y mi padre, que sin más remedio vio numerosas aunque tímidas y dóciles lágrimas surcar la abultada mejilla de ella, sucumbió, se rindió y se dejó llevar, frágil e indefenso, por el abrazo de su cama.
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