domingo, 11 de abril de 2010

CHIAKIRACUNDA



A lo mej
or es un problema desde chiquitita. Yo creo que sí.
Des
de que se peleaba con su madre por la ropa o el cuarto, o los combates con su hermano (imposible la descarga contra él, medía al menos tres metros más que ella y los músculos del brazo eran la cabeza de la pequeña), o quizás debido a la voz de un padre que asustaba al más patán del pueblo.
Ento
nces, María, después de chillar hasta el máximo desafine de la traquea, hasta que el miedo de sus alredeantes era tal que creían que una de las venas del cuello acabaría por matarlos de un latigazo, corría llorando las infinitas escaleras de la casa, saltando con veloces pies romanos de tres en tres los escalones.

Llegaba a su cuarto y cerraba la puerta de un portazo.
Perdón.

De un PORTAZO. Imagínense la rabia de una niña pre-preadolescente. Imaginen la fuerza nacida de un duro odio puro. Súmenle un arrebato absurdo.
Así eran los portazos de la niña de la nariz grande y arranques suicidas.
Luego abría la ventana del cuarto para que desde el jardín la oyeran llorar.

Eso los primeros años del descubrimiento asesino, luego, cuando un día su padre mientras regaba, le dijo “sí, sí, tú abre la ventana pa que te escuchemos. AY, AY que penita” cambió su táctica.
La intensificó.
Ella tenía que ser escuchada, los pasteleros de Perú y el calamar más gigante del océano debían percibir el sonido de la indignación de María.
Pero más que incrementar el alcance del desprecio, tenía que expulsarlo.
Fuera, lejos, fuera, fuera de sus miembros. Fuera de sus ojos (las lágrimas no servían en absoluto), de su boca (los gritos debían ser amortiguados).
Los efectos que provoca la furia son demasiado lesivos para permitirles permanecer.

¿Cómo conseguir un traspase de emociones? ¿CÓMO?
¿Cómo liberarte del siroco?
A pegar, a las mesas. A patadas, a las paredes.
Golpea, olvida, descarga, vuelve a golpear.
Y lanza. Agarrando las radios viejas y las papeleras, practicaba lanzamiento de objetos domésticos en un cuarto de 9 metros cuadraros.
Siempre era ganadora.

Con los años, las charlas con sus padres (ejemplos confusos de vida sosegada) y el proceso de maduración de la fruta la fueron conviertiendo en un animal menos salvaje.
Digamos, en una ardilla bastante borde.
Aunque lejos de calmar su mente criminal, redujo los ataques a momentos donde el estómago (o la parte del cuerpo que guarda los enfados irresolutos) explotaba en alaridos iracundos, manchando de palabras ensangrentadas su entorno.
Al poco de cumplir trece años, los Reyes, guiados por instintos maternos, le regalaron un saco de boxeo (que, por desgracia, aún sigue sin colgar en el trastero del castillo).
María, reina en el País de los Nervios y los Alteres, tiene hoy 17 años.
A pesar de ir adquiriendo cada día el color de la fruta madura, todavía no ha logrado superar su trastorno.
Entre mordiscos a almohadas, codazos a blancos azulejos e increíbles lanzamientos ahora de teléfonos inalámbricos, ha añadido a su dolencia un disgusto mundial.
Sigue gritando con ansias de exorción cuando algo no encaja en su justo establecimiento de ideas, cuando algo quiebra las libertades.
”Tú es que eres muy radical María, muy radical” le dicen a menudo.
A lo mejor es un problema desde chiquitita. Yo creo que sí.

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