Es curioso como los cambios se producen en nuestras vidas. Hay cambios provocados y que nos reconfortan, de otros somos conscientes pero no nos importan. Ocasionalmente algunos aparecen de improviso, sin esperarlos, y se van sin dejar huella. También hay de los que nos frustran por ser largamente deseados pero nunca realizados. Sin embargo, los que en realidad nos transforman la vida, es decir, los importantes, muchas veces los dejamos ir, pues la poderosa fuerza de la rutina, de lo repetitivo, de lo monótono, nos impide ver que la vida y sus cambios están pasando frente a nosotros y no a través nuestro.
Esa ceguera a los cambios es como un eterno castigo que nos tiene atados a un andén de una estación, desde la cual nos despedimos una y otra vez de los mismos trenes y de los mismos pasajeros. El miedo a lo desconocido, a la incertidumbre de la vida, y en últimas, al cambio, nos impide tomar esos trenes a pesar de tener el ticket ya comprado. La monotonía se ha instalado en nuestras vidas, el cambio toca a la puerta, pero nos da miedo abrir y preferimos ver por la mirilla de la puerta como se alejan una y otra vez los trenes.
Dejan de tocar a la puerta. El tren ya no se ve por la mirilla. Voy a la cocina, me preparo un té, enciendo la televisión, meto comida congelada en el microondas y me siento en mi cómodo sillón. He vuelto a la rutina. ¿El cambio?... no te preocupes, ya volverá a tocar a la puerta, incluso el cambio tiene la costumbre de volver a llamar. Yo, en cambio, tengo la costumbre de no abrir a desconocidos.
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